Espacio, Tiempo y Esquina

Recibir este artículo que llega desde las cálidas playas del norte del Peru, me emociona sobre manera. Primero porque está escrito por aquel chiquillo rockero que conocí recién llegado a la bella ciudad de Arequipa, cuando arribé a mediados de los ochentas llevando revistas Esquina para su distribución, convirtiéndose de inmediato él en nuestro corresponsal en la ciudad blanca. Segundo, porque han pasado los años y ahora ese jovencito es todo un hombre, convertido en una de las plumas más trascendentales y notables de las letras peruanas contemporáneas. Y como vemos en este artículo, él no olvida su paso por la revista contándonos a su estilo su experiencia con Esquina, de la cual fue parte desde sus inicios. Saludos Rockerazos querido Czar Gutiérrez, recibe todo nuestro cariño y agradecimiento por tan bellos recuerdos y momentos únicos, traídos al presente de la mano de tu mágica pluma.

Franklin Jáuregui / Arizona / Marzo del 2022

La impronta de la revista emblema de los ochenta sobre un lector provinciano de aquellos años.

Czar Gutiérrez

[Primera parte]: La tierra era plana.

i

—¿Y qué te parece el grupo Río?

—Me parece una mierda.

En aquellos días la Tierra era plana y giraba a 33 y 45 revoluciones por minuto. Entonces la Tierra era un esférico de aluminio finamente recubierto con laca y nitrocelulosa: acetato. Tenía 15 años de edad y estaba saliendo al mundo y ese mundo era una bomba de tiempo.

Esa bomba de tiempo se llamaba “años ochenta”.

En aquellos años la atmósfera estaba recubierta con finas capas de electrónica, experimental, mod, disco, pop y dos fusiones derivadas: el gótico y el new romantic.

A eso le llamábamos ‘wave’. Y el wave era iluminación intelectual, esclarecimiento interior, éxtasis religioso.

El wave era lo máximo.

El wave era todo lo que necesitábamos para vivir.

Lo que no sabíamos —bebés de pecho al fin— era que para haber alcanzado semejante grado de preciosismo, pulcritud y perfección estética, el sonido que precedió la aparición del ueiv había sido puntillosamente dinamitado en cada línea de su acorde. Que Ramones, Dead Boys y Blondie —desde este lado— y que Pistols, Clash y Damned —desde la otra orilla— habían hecho su trabajo. Para que nosotros, habitantes de un villorio ubicado a 2.335 msm, despertemos en territorio fértil. Trabajado por un bulldozer de ruidos en tempo acelerado, hormonado en el garage, atomizado entre alaridos, floreciendo en una implosión.

Sangrando desde los bordes del flanger.

Oh, el wave.

ii

Un plato gira a 33 revoluciones por minuto y el otro a 45 revoluciones por minuto. La antena tiene 40 metros de altura y el centro poblado al que se dirigen las emisiones se enorgullece por su espíritu contestario y disidente: Ciudad con filosofía de semilla, pues donde cae un desacierto brota enseguida una revolución, había escrito uno de sus bardos más preclaros y feroz libelista: Alberto Hidalgo. En esa triste aldea, el premio consuelo de sus desventurados habitantes era ascender trabajosamente algunas escalinatas hasta llegar a uno de sus miradores y contemplar cómo otros desdichados moradores habían esculpido con vómito de lava seca —sillar—más versos flamígeros: Aquí se hicieron cañones de metal de las campanas para encauzar los desbordes de lavas republicanas (César Atahualpa Rodríguez). No se nace en vano al pie de un volcán (Jorge Polar). Tierra de libres unida a los pies de un volcán: vives libre y feliz cuando vives prefiriendo ser libre a tu pan (Alberto Guillén).

Abundaban las firmas en ese embriagador derrame de nostalgia inspirado en un simpático cono espolvoreado de nieve.

Bajo ese cono había una antena, ya se dijo.

Bajo esa antena una cabina de radio.

En esa cabina estaba yo.

Yo era el DJ y Boui de Voz Propia el entrevistado.

—¿Y qué te parece el grupo Río? —le pregunté.

—Me parece una mierda —, me contestó.

iii

Éramos una banda de imberbes felices y despreocupados. El Perú se desangraba, las torres de alta tensión eran puntualmente dinamitadas a lo largo y ancho del territorio nacional y todo marchaba en perfecta sincronía hacia un derrame de sangre incontenible. Pero el centro poblado en el que vivíamos permanecía invicto por mandato expreso del carnicero más abyecto y sanguinario de nuestra historia.

—A Arequipa no me la tocan— había ordenado. Y su corte de matarifes cumplió fielmente el mandato

Así que mientras una sostenida lluvia de bombas caseras precipitábanse especialmente sobre Lima y Ayacucho, nosotros nos dedicábamos al tráfico despreocupado de revistas y cassettes. Recuerdo que la primera publicación que llegó a mis manos fue Rock de Luxe. O por lo menos es la que aparece con más nitidez en mi memoria, acaso porque traía un disco de 45 rpm en forma de plástico transparente, desplegable, maleable, flexible. Y que, puesto en el tocadiscos... ¡sonaba! Y así como la nueva sicodelia y el new wave inglés desplegaban ante mis sentidos un universo nuevo y fascinante, no tardaría en detectar que en este continente también existían publicaciones notables: el Expreso Imaginario y Pelo de Buenos Aires como puntas de lanza de una posmoderna Rock & Pop y una divertidísima Cantarock, revista que años después me publicaría algunos textos muy entusiastas —y muy malos, todo hay que decirlo— sobre el acontecer rockero nacional

Eran años de aprendizaje, claro. Nombres como Pipo Lernoud, Sergio Marchi, Juan Cervera, Claudio Kleiman o Quim Casas terminarían instalándose en mi imaginario rockero. Y a la luz de monstruos históricos de talla mayor —Rolling Stone y New Musical Express—, plumíferos como David Fricke, Jon Pareles, Simon Reynolds y Jon Savage serían instrumentalizados como detonantes de una vida remota y provinciana sin otro atractivo que beber abundante vino chileno adulterado en cajita. O la especialidad de todo dipsómano characato que se respete: ron con cocacola en una bolsa de plástico: batir. Así caminábamos de plaza en plaza. Hasta rozar los bordes de la medianoche. Entonces uno enderezaba el cuerpo y, con mal disimulada sobriedad, intentaba ingresar al Polaris o al Casablanca, las discotecas más cotizadas de la época

Que solo eran cajas de resonancia del pop más radiable y dominante: Kenny Loggins, Kim Carnes, George Benson, Kool & The Gang, Irene Cara, Pointer Sisters, etcétera. Era divertido, claro que sí. Pero todo estaba adscrito a la cultura popular típica, esa que era diseminada sin piedad por los medios de comunicación de masas. Cosa que en nuestra medianía se traducía en algo así como Radio Panamericana y su aframado ránking La más más, evento multitudinario que, sostenido por un reguero de sold-outs en el Coliseo Amauta, replicaría el insólito acto de 8 mil personas bailando frente al video Thriller de Michael Jackson. Lo peor de todo es que pronto le saldría un competidor: La mejor mejor de Radio Studio 92. Han pasado 40 años de aquellos luctuosos sucesos y seguimos esperando explicaciones de la siquiatría.

Lo cierto es que eso era, así vivíamos en aquellos años: suspendidos en el vacío.

Mojo Navigator

En el centro de ese vacío estaban las subculturas y las contraculturas. Las obras de culto y la poética marginal. Con ​el descubrimiento de fanzines de finales de los sesenta —Crawdaddy y Mojo Navigator— y setenta —Who Put the Bomp— terminó de cerrarse el círculo. Y hacia ese centro sería arrastrada mi pulsión más elemental: el punkzine, la estética del bricolaje, la subcultura del punk. La prensa clandestina. El cruce de ciencia ficción fandom con los navegadores melódicos y preciosistas. Licuando el ghotic con la glosolalia y el puirt á beul. ¿Ejemplos? Varios. La voz de Elizabeth Frazer, por ejemplo. El bajo de New Order como genitor de la melodía. Simon Gallup. A eso le llamábamos ueiv. Iluminación intelectual, esclarecimiento interior, éxtasis religioso. El ueiv era lo máximo. El ueiv era todo lo que necesitábamos para vivir.

iv

Ser joven y salvaje y rockero era algo que venía de lejos, probablemente desde la República de las Flores cuya capital había sido el distrito Haight-Ashbury en San Francisco. Pero tantas flores californianas y tanta densidad opiácea —¿el humo?, una mezcla de beat generation, naturismo alemán, rock psicodélico, folk contestatario, revolución sexual, amor libre, marihuana, LSD, meditación trascendental y ecologismo demodé— llegó hasta nosotros demasiado rancio, agotado. Más que Altamont o la carnicería Manson, usar el pelo largo y ponerse en modo Leit it be denotaba un persistente acojudamiento del cual tampoco era preciso desmarcarse porque nunca nos tocó.

Así que, puestos en ese movimiento pendular de las ideologías, lo propio era regresar a los orígenes, al underground: así como la beat generation había generado la cultura mod y esta, a su vez, el hippismo californiano, todo estaba quedando listo para una explosión bisagra cuyas esquirlas se llamarían hacking, grunge, hardcore, heavy metal, hip hop y…

Punk.

Una explosión con nombre propio: punk.

Si bien es cierto que en el núcleo de la conflagración original no habíamos estado nosotros —la cosa ocurrió entre Londres y Nueva York—, sus astillas terminaron por abrasarnos una década después.

Ser joven y salvaje y subterráneo en un país que se desangraba era algo que parecía natural. En todas las esferas. Los poetas jóvenes, por ejemplo, creían necesario muclearse lanzando revistas y manifiestos desde un parapeto resonante. V.gr., Hora Cero y Kloaka. En Arequipa se fraguaron Macho Cabrío y Ómnibus. En todos los colectivos había, por lo menos, un bardo procedente de las canteras del rock subterráneo.

Y mientras Lima se retorcía de dolor, vivir en aquel pueblito de provincia edificado con vómito seco de volcán era como estar en el ojo de una tormenta ajena. En la zona cero de una conflagración nuclear ubicada en otro meridiano. Con nosotros no era la cosa. Con nosotros sí era el furor, la ira, el extasis y otras formas derivadas de la acción. Lo cual, en términos pragmáticos, se traducía en el tráfico sostenido de material inflamable. Esto es, la copia masiva y ad-honorem de casete a casete de esa ruidosa pentalogía llamada Leusemia, Narcosis, Guerrilla Urbana, Zcuela Crrada y Autopsia, nuestra primera línea de ataque. La primera respuesta generacional a los miles de muertos, heridos y desaparecidos durante aquellos años espantosos.

Pero en el principio fue el verbo: Averok.

El verbo-madre de la revista más entrañable de aquellos años: Esquina.

[Segunda parte]: A la vuelta de la Esquina


Durante los años 80, Czar Gutiérrez (Arequipa, 1966) fue Videojockey en Continental Tv y Dj en Nevada FM, convirtiendo su antena en la primera y única en transmitir rock subterráneo. También impulsó el movimiento underground mistiano antes de convertirse en periodista cultural y poeta. Como novelista ha publicado 80M84RD3R0, considerado el artefacto más revulsivo de la literatura en lengua española.

Esquinarock

La revista de rock peruano con más de 38 años de experiencias.

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